El enfrentamiento entre palestinos e israelíes ha alcanzado nuevamente niveles catastróficos. Esta disputa enfrenta desde hace décadas a dos culturas cuya presencia en la zona se remonta a miles de años, y cuya solución podría alcanzar la misma edad. Si bien es cierto que el conflicto debe ser visto desde varios ángulos, es su carácter altamente religioso el que transforma la discusión sobre la pertenencia de Jerusalén en el punto más delicado del conflicto. Jamás encontraremos una solución a este enfrentamiento si seguimos viendo a la ciudad como una simple posesión.
Aunque actualmente es controlada por Israel, dentro de sus límites se han conformado zonas sagradas en las cuales se veneran varios de los recintos espirituales más importantes para el judaismo, el cristianismo y el islam. Sólo por esta razón, la ciudad es también un polvorín constante para conflictos capaces de escalar fácilmente de un enfrentamiento local a un conflicto de envergadura global. La posesión de la ciudad conforma el componente más delicado del conflicto. Sin embargo, pensar – o tal vez sentir – de manera distinta en relación a este problema pueda ayudarnos a encontrar el camino hacia la paz.
Jerusalén no puede ser poseída. Siglos de conflicto se convertirán en milenios si seguimos pensando en la ciudad como una simple pertenencia. Nosotros creemos que es nuestra, al igual que lo hacen los palestinos y buena parte del mundo árabe. De igual manera, cada vez que el conflicto estalla la opinión pública internacional toma partido por alguno de ambos bandos, intercalando sus preferencias mientras definen quién es el David de turno y quién Goliat. Lo cierto es que desde hace siglos la humanidad es testigo de una disputa confusa. Jerusalén es la capital espiritual del mundo pero solo dos gobiernos reclaman su control.
No existe acuerdo internacional que pueda delimitar la fe ni tampoco pacto alguno capaz de contenerla. Sus misterios acompañan al ser humano desde el inicio de su existencia y probablemente lo seguirán haciendo aún después de desnudar los grandes misterios del universo. No podemos entenderla, solo sentirla, en eso radica el poder de su práctica. Su poderosa influencia en la vida humana no puede ser definida dibujando líneas en un mapa ya que su esencia consiste en derribar cualquier frontera entre los hombres, y no importa con qué oscura intención se intente distorsionarla, para ella no existen enemigos, solo hermanos. Sus fundamentos son inamovibles, por eso es que los profetas de las tres religiones más influyentes del mundo coincidieron, incluso en momentos históricos y sociales diferentes, en un solo mensaje de amor y unión, el cual hasta el día de hoy conforma el pilar moral que sostiene la fe de billones de seres humanos.
¿Qué es sagrado entonces? ¿Las sinagogas y mezquitas donde los hombres aprendieron a vivir en rectitud? ¿los lugares donde hombres santos ascendieron al cielo? ¿los escombros de templos majestuosos? Y si todo esto lo es, es muy importante preguntarnos por qué. Jerusalén debería ser el recuerdo vivo de aquellos maestros que dedicaron su vida a enseñarnos cómo salir de la oscuridad; no a entrar en ella. Qué tienen que ver sus prédicas con guerras infinitas, bombas o inocentes asesinados. No fue de hogares derrumbados, ni de drones con capacidad quirúrgica para acabar con la vida, ni de escudos anti aéreos, ni de soberbia, ni de muros gigantes, ni de cielos alumbrados por miles de cohetes. Tampoco sobre la desesperación o el pánico, ni mucho menos sobre el llanto imparable de millones. No, no fue eso lo que quisieron enseñarnos.
Lo que ellos predicaron fue amor y perdón; fue paz y compasión.
Por eso vuelvo a preguntarme: ¿Qué es sagrado?
La ciudad de la guerra eterna debería ser el hogar universal de la tolerancia, no el lugar con zonas restringidas por el odio y la ignorancia. La hemos convertido en una ciudad de calles prohibidas para los hermanos de una fe distinta, donde no puedes transitar si eres evidentemente judío o demasiado árabe. Jerusalén se ha transformado en la ciudad de la contradicción constante, porque nosotros lo hemos permitido, y lo seguirá siendo mientras sigamos peleando por poseerla en lugar de celebrarla.
Jerusalén le pertenece a toda la humanidad, y por eso debe ser ella misma su única dueña. Tal como sucede con el Vaticano, Jerusalén debe reclamar su propia autonomía, de manera que nunca más se le invoque para justificar el odio y la destrucción. Jerusalén debe volver a convertirse en el puente natural de naciones y culturas, el máximo lugar de encuentro y el hogar de la paz. Dejemos que la ciudad cumpla su destino y se transforme en lo que siempre debió ser:
El lugar más sagrado del mundo.